08 agosto 2005

Rodando hacia el dolor

No sé en que momento se me ocurrió la gran idea de aprender a patinar, pero, a diferencia de los demás seres humanos, no surgió cuando tenía seis años, sino a los veinticuatro, que ya me vale, ya. Esta misma tarde, a la salida del trabajo, he ido a comprarme los patines, unos patines fabulosos, en línea.
Me dada un poco de vergüenza, así que he tomado aire, me he plantado delante del dependiente, y le he soltado del tirón:
-Hola, quiero unos patines lo más barato posible, porque sólo los voy a usar una vez; seguro que no vivo lo suficiente para una segunda.
-¿No sabes patinar? -me ha preguntado, muy amable, el chaval, y yo he negado con la cabeza-. No te preocupes: es como esquiar.
Qué bien, he pensado. Tampoco sé esquiar.
Diez minutos después tenía una caja enorme, que he paseado por medio Madrid, con el calor que hace. Me ha costado un güevo pasarla por los tornos del metro, y otro güevo más bajar con ella por las escaleras, porque además hoy he recogido las gafas nuevas (con nueva graduación), y el cálculo de las distancias me costaba un poco más de lo habitual.
Al fin he llegado a casa, y he conseguido meter los patines en una mochila. Incluso mi hermano, con su 43-44, lo ha conseguido. Y luego, al Retiro. Tenemos un patinódromo a cien metros, en el parque de la Arganzuela, pero no queríamos encontrarnos a nadie que nos pudiera reconocer, y además está todo en obras.
El Retiro estaba desierto, por suerte para nuesta dignidad; sólo una pareja dándose el lote.
Tanto mejor. Ni mi hermano ni yo sabemos patinar. En serio.
Así que hemos llegado, nos hemos puesto los patines y hemos intentado levantarnos.
Lo siguiente que recuerdo es que mi hermano gateaba panza arriba en el suelo mientras yo me abrazaba a una farola. Algo fallaba, aunque no sabíamos qué. Miré alrededor (buscando algo más a lo que agarrarme, por si la farola no era suficiente); la pareja había decidido que mirarnos era más interesante que darse el lote. Desde luego hay gente que no tiene claras sus prioridades.
Luego, mejoramos. Es cierto que a peor no podíamos ir.
Mi hermano se desplaza con bastante velocidad, aleteando de vez en cuando.
Yo he dejado las farolas: ahora me aferro a mi novio. Él no lo admite, pero se lo está pasando en grande, el muy malvado, con eso de ser imprescindible para mi verticalidad.
Hemos seguido practicando cerca de hora y media. Me duele todo el cuerpo. pero no voy a rendirme. Los jedi no se rinden.
Mañana más.
Y con un poco de suerte conseguiré que mi culo y mi cabeza lleven la misma dirección.

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